Volví de Barcelona. Todo fenomenal. En lo profesional (Trobada de la UOC, debate socioconstruccionista, proyecto de tesis,...) y especialmente en lo personal. Me lo he pasado mucho mejor de lo que esperaba. Lo he pasado galácticamente bien!
Envío una foto que hice por la zona de Sants, un barrio de los que no están inundados de turistas. Un barrio real. Al hilo de esta foto se me ha ocurrido alguna reflexión en torno a la realidad de lo real, con vuestro permiso...
“¡Qué tozudez la suya exiliándose a sí mismo de aquel corazón amante! (…) Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano.” (Párrafo final de Orwell, George: 1984; pág. 280)
“En la casa de Gran Hermano ocurrirá lo que suele pasar en la vida real. Seguro que os ha sucedido a casi todos.” (Página web Gran Hermano/Telecinco)
“El folletín se convierte en destino. (…) fuera del ritual no eres nadie, pero el ritual es suficientemente flexible para explotar todos los accidentes de la vida.” (Baudrillard, Jean: Cool memories; 1987a, pág. 88; sobre la serie televisiva Dallas)
Este es el momento de la sacralización de lo banal; o de la banalización de lo sacro. Estos son malos días para lo moral. Pero mi intención no es moralizar aquí sobre lo banal y/o lo sacro; sino reflejar la hiper-realidad a que estamos asistiendo -y en la que estamos participando- en nuestras vidas cotidianas. Y para ello sigo un poco al filósofo Jean Baudrillard.
Me atrae del francés su concepto de lo hiper. No fue él quien lo inventó, sino las cadenas de mercados. Antes existían los supermercados. Eran grandes. Se podían comprar muchas cosas. Ahora sólo hay hipermercados. Son muy grandes, enormes, quizás infinitos. Tienen todo. Se puede comprar y consumir todo. Las cosas y los símbolos –nuestro imaginario colectivo- ya no son grandes. Tampoco infinitas. Son hiper. Y emocionantes.
Me gusta la realidad cotidiana. Me emociona. Las posibilidades de análisis iconográfico, simbólico y psicosocial de todo lo que está pasando en el hipermercado de la calle -y en el electrónico- me apasiona. ¿Qué es más real, lo real o lo no-real (lo simulado)? O mejor, ¿podemos usar todavía esos términos para hablar de la realidad, en un mundo absolutamente mediatizado por la imagen, según muchos, no-real, virtual, representación de segunda mano?
Baudrillard (1995) nos anuncia el fin de lo real porque el orden natural de las cosas ya no es concebible. Y porque la menopausia social, la “Alergia a lo social, trastornos de la socialidad, final de la ovulación social” (pág. 194), ha sustituido a nuestras anteriores intenciones de creer en el universo tangible que compartíamos con los demás cara a cara. La realidad, la suposición de que las cosas están ahí donde deben estar –y ser como deben ser- es asunto del pasado; es una ilusión. La vida en directo es bastante caótica. Sólo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor: hipermercados, autopistas, cines, colegios, avenidas, aviones, hospitales; en fin, los llamados no-lugares (Augé, 1992). O los lugares –barrios, esquinas, mercados, trenes, plazas, ágoras antiguas de comunicación e intercambio-.
Baudrillard (1999) habla de la singularidad del acontecimiento, transformado en el no-acontecimiento por el sistema de información y los medios de comunicación. Anhelamos el acontecimiento real; pero ya no existe. Buscamos un significado hermenéutico causa-efecto que ya no hay. Lo sacro y lo banal se sitúan al mismo nivel simbólico dando algo de sentido a nuestras vidas mediadas. Buscamos una “literalidad del objeto” (pág. 143) que nos explique por qué “Nunca estamos exactamente presentes ante nosotros mismos o ante los otros” (2000a, pág. 63). La literalidad y su significación se nos hacen patentes en la pantalla, también en la del ordenador. Y se muestran crudamente porque ya no son únicas e invariables, como en los viejos tiempos de la verdad, lo real, el objeto y el sujeto (Baudrillard, 1983). Ahora son intersubjetivas y mediadas. La mediación de los artefactos tecnológicos construye nuestra presencialidad, también ante nosotros mismos, facilitándonos instrumentos y modelos de reflexión de que no disponíamos hasta hace poco. Estamos muy informados y estamos muy comunicados. Los que nos ocupamos de la ciencia social y de las cosas del intelecto sabemos algo. Pero nuestros vecinos también.
La hiperinformación y la hipercomunicación nos hacen hipervisibles (1983) y, contrariamente a lo que debería ser, invisibles por disimulables (1997). Y extasiados. Extasiados ante la red y la pantalla (1987b); ante la desintegración del yo en una miríada de interacciones –siempre emocionales- teledirigidas desde y hacia todos lados. Somos lo que vemos. Y somos lo que intercomunicamos. El éxtasis de la simulación de lo hiper-real nos sitúa plenamente como seres transparentes y aparentes; seducidos y seductores. Cuando la verdad ya no existe, “No hay que querer apartar las apariencias (la seducción de las imágenes)” (2000b, pág. 60). Muy al contrario, hay que sumergirse en ellas, dejarse llevar sin perder la intención hermenéutica que todos los humanos hemos aprendido. Las formas del yo –identitario y social- han cambiado tremendamente en los últimos 50 años (y más que lo harán en los próximos). Buscar al yo un sentido más allá de la seducción de la imagen –del símbolo, del signo, de la metáfora, del mito- es psicológicamente inútil. “La seducción es un desafío, una forma que siempre tiende a desconcertar a alguien respecto a su identidad, al sentido que puede adoptar para él.” (2000c, pág. 31). Es preciso dejarse seducir, seducir, seducir-se por la interacción con la otra y el otro; por lo que es importante para ellas/os. Después –tras el acto seductivo- ya moralizaremos, si es de eso de lo que se trata; ya tomaremos partido. Antes que nada: la seducción.
Esa toma de partido es el ritual cotidiano y común –que no banal- de la participación en el folletín a que se refiere Baudrillard en la cita reproducida al principio. Ritual que se elabora en base a unas normas sociales que construyen el famoso sí mismo propio de la época en que Orwell escribió su conocida novela (ver cita también al principio) y que hoy se ha transmutado gracias –como siempre- a la tecnología: hiper-realidad, hiperinformación, hipercomunicación, hipertransparencia, hipersimulación, hiperseducción. Son estas las normas rituales a que me refiero. Ya no más sociabilidad normativa. En su lugar: hipersocialización anómica.
Lo real y lo no-real ya son lo mismo. Lo real y su representación también. Todo es la hiper-realidad. Todas y todos somos hiper-reales. Somos lo sacro y lo banal juntos porque estamos juntos en el mismo espacio, al mismo tiempo, como la modelo del anuncio y el mendigo de la calle; ambos en la foto –real- de Sants. Como el famoso hipermercado que nos recuerda que ser joven es una fórmula… real también.
¡Saludos!Josep
Referencias.-
Augé, M. (1992/2001): Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Gedisa.
Baudrillard, J. (1983/2000): Las estrategias fatales. Barcelona: Anagrama.
-- (1987a/1997): Cool Memories. Barcelona: Anagrama.
-- (1987b/1988): El otro por sí mismo. Barcelona: Anagrama.
-- (1995/1996): El crimen perfecto. Barcelona: Anagrama.
-- (1997/2000): Pantalla total. Barcelona: Anagrama.
-- (1999/2000): El intercambio imposible. Madrid: Cátedra.
-- (2000a/2002): La ilusión vital. Madrid: Siglo XXI.
-- (2000b): De la seducción. Madrid: Cátedra.
-- (2000c): Contraseñas. Barcelona: Anagrama.
Orwell, G. (1972): 1984. Barcelona: Destino.
Una reflexión para las/os que os interese la semiología: ¿os habeis fijado en dónde exactamente está escrita la palabra "joven" en el anuncio del hipermercado de la foto? Mmmmmm... vaya, vaya. No sé qué pensarán de esto los obispos españoles. Y más ahora que han perdido las erecciones... ¡Ui, perdón! las elecciones!!! ;-) (vaya chiste más malo que me ha salido; sorry...)
ResponderEliminarJosep
Creer. Desde ahí deriva cualquier flexión en el pensamiento humano.
ResponderEliminarLas palabras no dejarán de hundirse en la redundancia, en el círculo cerrado de la metáfora y de nuestro decir retórico.
Los objetos fueron creados para advertirnos de la durabilidad de las cosas mismas. Etéreas, aún siendo materia. El símbolo es por tanto una de esas metáforas que cabalgan entre el devenir, el sentido aplicable y la finitud.
Las cosas se van, como nos vamos nosotros.
El símbolo es un desesperado intento por hacer permanente estas impertinencias de los contextos. Así podemos agarrarnos a la forma y al espacio.
Todo lo disforme es palabra, es el relleno de cualquier artículo dimensional.
La palabra no es sino el tránsito entre lo que está vacío de contenido. Es el sentido del continente y su valor.
Los valores nos hacen creer.
Sólo la credulidad nos hace hablar.
Sólo hablando permanecemos.
La palabra es el intento por quedarnos. Y así la historia y así lo que escribimos o decimos.
O callamos.
El silencio es el sonido de la eternidad.